Desiertos verdes y comunidades despojadas: el avance del monocultivo de palma aceitera en Guatemala

Gracias a la financiación de Entrepueblos y a la ayuda de las organizaciones CEIBA Amigos de la Tierra Guatemala y Sagrada Tierra, viajamos a dos regiones guatemaltecas: el Petén, al norte del país, y la Costa Sur. Allí conocimos los impactos de las plantaciones no sólo de palma aceitera, sino también de caña de azúcar. A lo largo de tres reportajes, ofreceremos un desglose de lo que nos contaron, de primera mano, en las diferentes comunidades que visitamos. En cada una de ellas, nos recibieron diez, veinte, incluso cincuenta campesinos y campesinas que detallaron los impactos del monocultivo en sus vidas. Lo que sigue es un intento de transcribir ese relato coral de las comunidades. Sus identidades han sido protegidas con nombres ficticios para no comprometer su seguridad.

Texto original de Carro de Combate por @nazaret_castro_

 

Texto original de Carro de Combate por @nazaret_castro_

Gracias a la financiación de Entrepueblos y a la ayuda de las organizaciones CEIBA Amigos de la Tierra Guatemala y Sagrada Tierra, viajamos a dos regiones guatemaltecas: el Petén, al norte del país, y la Costa Sur. Allí conocimos los impactos de las plantaciones no sólo de palma aceitera, sino también de caña de azúcar. A lo largo de tres reportajes, ofreceremos un desglose de lo que nos contaron, de primera mano, en las diferentes comunidades que visitamos. En cada una de ellas, nos recibieron diez, veinte, incluso cincuenta campesinos y campesinas que detallaron los impactos del monocultivo en sus vidas. Lo que sigue es un intento de transcribir ese relato coral de las comunidades. Sus identidades han sido protegidas con nombres ficticios para no comprometer su seguridad.

Texto y fotos: Nazaret Castro

Plantaciones de palma en Sayaxché.

Parece limpia, se ve hermosa, pero la laguna La Sombra está contaminada. Y de esa laguna depende la vida de los 700 habitantes de la Cooperativa Manos Unidas, una comunidad perteneciente al municipio de Sayaxché, departamento de Petén, al norte de Guatemala.

La comunidad de Manos Unidas se creó hace 51 años y, hasta hace apenas veinte, el bosque cubría todo el territorio. Manos Unidas -y no, ese nombre no tiene nada que ver con la organización homónima- se ha convertido en la última frontera de resistencia frente al avance de la palma aceitera en la región, porque es la única comunidad que aún conserva tierras. Y lo es, aseguran sus habitantes, porque las tierras gozan de propiedad colectiva. La tenencia colectiva de la tierra complicó el éxito de las estrategias de las empresas palmeras, que en las comunidades vecinas forzaron a los campesinos a vender, según múltiples testimonios, con amenazas veladas y oscuros argumentos: “La mayoría fueron engañados. Decían que iban a hacer una represa y que desaparecerían varias comunidades. Les prometieron trabajo de por vida en la palma y dinero en efectivo para hacerse una buena casa. La propia comunidad se dio cuenta después de que todo eran mentiras”, afirma Juan (nombre ficticio).

Gracias a la tenacidad y conciencia política de estas gentes, Manos Unidas todavía posee tierras para el cultivo propio de maíz y fríjol, y alquila a familias de otras comunidades. No por ello se han librado de los impactos de la palma. La laguna de la que tomaban el agua y el pescado está contaminada, y sus cosechas se han visto afectadas por el cambio climático derivado de la deforestación: más calor y menos lluvia. También han sentido, aseguran, el impacto de los agroquímicos que le aplican a la palma, y el aumento de las plagas: “Antes, no usábamos químicos; pero ahora, si no aplicas fuguicidas, no recoges nada”, prosigue Juan.

La fertilidad exuberante de la naturaleza en Petén contrasta con la situación de abandono de las gentes que habitan el lugar. Ni agua corriente, ni redes de saneamiento, ni recogida de basura. Pero hasta la llegada de la palma, el agua no era un problema. Hoy, los pozos artesanales se están secando y necesitan pozos más profundos que funcionan con luz eléctrica. “Cuando la luz se estropea, a veces tardan quince días en arreglarla, y entonces toca bajar a la laguna a por agua”, cuentan las mujeres de la comunidad. Aunque saben que beberán agua contaminada, y llegarán las ronchas y picazones y el dolor de estómago, que sufren, en especial, los niños. Pero, ¿cómo han llegado a esta situación?

Un poco de historia
Nada de lo que sucede hoy en Guatemala puede entenderse sin conocer su historia reciente. Guatemala es uno de los países más desiguales y atravesados por la violencia racista, clasista y patriarcal, dentro de uno de los continentes más desiguales y violentos. El índice Gini, el indicador de la desigualdad en el que 1 implica la máxima desigualdad y 0 la máxima igualdad, es del 0,56 en este país centroamericano, mientras que el índice Gini de la tenencia de la tierra es de 0,84, el segundo más alto de América Latina.

“La crisis de hoy responde a un agotamiento del pacto de la guerra”, explica el periodista Gustavo Illescas, del Centro de Medios Independientes (CMI). Nada puede entenderse en Guatemala sin retrotraerse a la larga experiencia del conflicto armado interno que, durante 36 años, sembró el terror en el país. En el seno del Ejército se pulió el concepto de enemigo interno, incluyendo a la población civil y campesina como el enemigo a combatir. “La estrategia era doble: neutralizar y despojar a la población. En muchos casos, los propios militares se quedaban con las tierras abandonadas por la población. La guerra trató de resolver los problemas agrarios heredados de la colonia”, apunta Illescas. Por eso, al revés que en Nicaragua, no hubo en Guatemala ningún proceso de reforma agraria que corrigiese el latifundio heredado de la colonia. Por eso, Guatemala sigue siendo uno de los países del mundo donde el reparto de la tierra, y de la riqueza en general, es más desigual. Y este status quo se legitima sobre un racismo agudo y estructural, que atraviesa al Estado y a la sociedad.

“En Guatemala, la profundidad del racismo y el patriarcado han configurado una sociedad dañada y enferma, conflictiva, que difícilmente se reconcilia con su identidad indígena”, sostiene Ana Cofiño, una de las coordinadoras del periódico feminista La Cuerda. “Las subjetividades están permeadas por esa violencia que pareciera eterna y natural, y que ha sostenido los sucesivos despojos, desde la colonia hasta el actual avance de la explotación de los recursos naturales”.

Tras 36 años de guerra, llegarían en 1996 los acuerdos de paz, y con ellos “se abrió un espacio para la libertad de expresión”, concede Cofiño. Lo que no llegó fue la reforma agraria ni, por tanto, la justicia social. “En realidad, la paz fue la desmovilización de la guerrilla. Las elites ganaron: las industriales consolidaron sus negocios, y los terratenientes lograron frenar la reforma agraria. Los militares que estaban a favor de la paz entraron en la política; los que se oponían a la paz, pasaron a engrosar la seguridad privada”, diagnostica Illescas.

Sin reforma agraria y con una presión creciente sobre los territorios por parte de los proyectos agroindustriales y extractivos, la guerrilla había capitulado, pero permanecían los problemas estructurales que provocaron su surgimiento. Las resistencias locales han provocado, además de la proliferación de amenazas y asesinatos contra los defensores del territorio, un aumento de la judicialización y criminalización de las resistencias. Así, por ejemplo, en Polochic, Manuel Xuc Cucul fue condenado a diez años por usurpación y robo agravado; para el investigador Ricardo Zepeda, “su verdadero delito fue exigir sus prestaciones laborales al momento de la liquidación”.

“Los diferentes gobiernos no se han preocupado por cultivos que garanticen la seguridad y la soberanía alimentaria de los pueblos”, sostiene Carlos Paz, del Comité de Unidad Campesina (CUC). “Un grupo de grandes ricos se han adueñado de los recursos, del poder”, lamenta Paz, y apunta dos momentos históricos en los que pudo haber cambiado el rumbo del país: uno fue el movimiento revolucionario democrático de 1944-1957, cuando el gobierno intentó comprar tierras a la United Fruit Company para repartirlas entre los campesinos; y el segundo fueron los Acuerdos de Paz de 1996, tras los que el Estado siguió sin reconocer a los pueblos indígenas, pese a que suponen el 55% de la población guatemalteca. Tras los ansiados acuerdos, “se mantuvo la línea del modelo económico que arrastramos hace 500 años”, lamenta Paz.

El ecocidio del río La Pasión
Volvamos a Sayaxché y a la palma aceitera. En la sede capitalina de la organización Sagrada Tierra, Rolando Pinelo, buen conocedor del Petén, narra cómo ese territorio, otrora poco poblado, mal comunicado y poseedor de una naturaleza salvaje y exuberante, se ha transformado de una forma brutal en los últimos 15 años: “Antes era un territorio petrolero y ganadero y, por ser muy inaccesible, se convirtió en un territorio de refugio en los años de la guerra. Las carreteras se hicieron para transformar el petróleo; esa economía convivía con la agricultura campesina. Como estaba muy poco poblado y el Estado quería colonizarlo, entregó tierras a los militares, que lo repartieron entre los campesinos a cambio de que abrieran caminos”. Esa historia reciente explica la conflictividad que, hasta hoy, existe por los límites territoriales.

“La palma llegó a Petén de la mano de Hugo Molina”, aclara Pinelo. Ya en Sayaxché, el municipio del Petén que concentra la producción palmera, los campesinos aseguran que los empresarios palmeros compraron sus tierras aprovechándose del temor que éstos tenían de perderlo todo, por la amenaza de un proyecto de central hidroeléctrica que inundaría sus tierras, pero que nunca llegó a construirse. Además, las empresas les prometieron que tendrían trabajo de por vida en las plantaciones. Pronto comprobarían que la realidad sería muy distinta.

Las siglas de Hugo Alberto Molina Espinoza, considerado uno de los mayores terratenientes del país, dieron nombre al Grupo HAME, dueño de la Reforestadora de Palma del Petén, S.A (REPSA), así como, entre otras marcas, de Olmeca. La empresa se hizo tristemente famosa cuando, en el año 2015, se supo que era la responsable directa del ecocidio en el río La Pasión, en Sayaxché, cerca del muy visitado santuario maya de Tikal.

El abogado Saúl Paau, miembro de la Comisión por la Defensa de la Vida y la Naturaleza, que lleva el caso del ecocidio, explica de primera mano cómo ocurrió el desastre: “Se desbordaron las lagunas de oxidación y eso provocó una enorme mortandad de peces, y contaminación a lo largo de 150 kilómetros del curso del río”. El caso se tiñó de sangre cuando asesinaron a tiros al campesino que denunció el ecocidio, Rigoberto Lima. El crimen continúa impune.

“En 2015, la jueza Carla Hernández decidió que Repsa debía clausurar por 6 meses, pero el juez de otra sala, que las organizaciones sociales consideramos corrupto, recusó a la jueza. Nosotros apelamos a la Corte de Constitucionalidad, que aceptó el caso, pero puede tardar uno o dos años más en resolverse, y mientras tanto, Repsa sigue operando sin monitoreamiento, pese a que el propio Ministerio de Ambiente reconoció que carece de estudio de impacto ambiental (EIA)”, aclara Paau. Las autoridades se negaron a analizar el agua del río, pero la Universidad San Carlos hizo un estudio que detectó la presencia de un agrotóxico que se aplica a la palma: el malatión.

 

La comunidad de San Juan de Acul, en Sayaxche.

Cuando falta el agua
En San Juan de Acul no hay agua. Así de simple, urgente, desesperante. La única posibilidad que tienen es recoger el agua del río La Pasión, aunque saben muy bien que está contaminado. No hay más opciones, y sin agua no hay vida. Así que con ese agua contaminada con la que cocinan, se bañan, e incluso la beben, cuando ya no queda nadie en la comunidad que pueda vender agua recogida en la época de lluvias, de mayo a octubre. Así que beben agua contaminada que les provoca vómitos, fiebre, picazones y todo tipo de enfermedades.

A nuestra llegada a la comunidad, muy cercana a Manos Unidas, decenas de personas, en su mayoría mujeres, nos esperan para contarnos cómo les ha afectado la palma. Es una de las comunidades más afectadas por la contaminación del río La Pasión; pero el Estado nunca se hizo cargo de su responsabilidad, ni obligó a la empresa a pagar compensaciones. “Lo único que nos dieron fueron bolsitas de agua para beber, pero sólo durante dos meses”, cuenta una mujer. “Los que tienen tanques, sobreviven con el agua de la lluvia; los que no, tenemos que ir al río y recoger agua contaminada. Pedimos toneles para recoger el agua de lluvia, y no nos mandaron sino galones pequeños, vacíos y sucios”. Y no será por la falta de insistencia del líder comunitario, que cada semana va a ver al alcalde para pedirle soluciones para su comunidad.

Además de con el agua, el desastre ecológico del río acabó con la principal fuente de alimento de la comunidad: la pesca. “Antes, en dos días sacábamos 50 libras de pescado: hoy, con suerte sacamos diez o quince, a veces ni eso”, cuenta una pescadora. Algunos alquilan tierras en Manos Unidas, pero son la minoría. Para empeorar el asunto, cada vez hay menos lluvias. Y el río se está secando. Como los pocos pozos que hay en la comunidad.

Sin el agua no vivimos. Sin agua no hay nada. No nos hemos muerto ya sólo porque Dios tiene misericordia”, afirma una mujer. La única opción al hambre es la palma: “Trabajan muchas horas por poco dinero, pero no hay más de adónde. Trabajan muchas horas, sin horarios fijos, y se tienen que comprar ellos el equipo, a ellos no les importa ni que uno se muera”. El miedo al hambre y a la enfermedad les lleva a soportar esas humillaciones: “Si hubiera otra fuente de ingresos, no se aprovecharían de la necesidad, pero tenemos que comer. Si tu hijo está enfermo, o le compras medicinas, que son caras, o dejas que se muera”. Porque, en esta esquina del mundo, no hay ninguna otra oportunidad laboral. Las economías campesinas desfallecen y la palma se presenta como la única oportunidad de supervivencia. Porque, en esta esquina del mundo, se trata apenas de sobrevivir. “El dinero es el que manipula a la gente pobre: y los ricos salen bien”.

“No hay más de adónde”
De San Juan de Acul partimos hacia la tercera y última comunidad que visitamos en Sayaxché: El Mangal. Allí, la mayor parte de los hombres trabajan en la palma. “Trabajan de 6 a 15 horas por jornales de 60 quetzales (unos 8 euros), que es menos del salario mínimo (de 83 quetzales por jornal en el campo). Cuando llega el día de cobro, no les quieren pagar. Les tratan mal, los amenazan con echarlos si protestan o no son puntuales. Y además, no nos quieren dar trabajo a nosotros, los que hemos sido directamente afectados por la palma, aunque nos lo habían prometido. Traen cuadrillas de Cobán (un municipio cercano) y les pagan todavía menos”, asegura el representante del Consejos Comunitarios de Desarrollo Urbano y Rural (COCODE).

“Hay gente que le pagan 20 quetzales (menos de 3 euros) por el jornal. El golpe más duro es que sólo quieren gente joven. Traen gente de afuera, y la tienen poco tiempo, así se ahorran pagar prestaciones”, afirma un trabajador, y concluye: “Están acabando con nosotros, pero la necesidad nos hace llegar al matadero. Somos padres de familia. Si un niño se nos enferma, una medicina no baja de 70 quetzales”.

En El Mangal hablan también de las infecciones respiratorias causadas por los agrotóxicos. “Antes, la gente se mantenía, no había contaminación. Se vivía mejor”. ¿Y el Estado? “Vienen, prometen y no vuelven: sólo vienen a engañar y a dividirnos”, lamenta otro campesino, y sentencia: “El mayor problema de Guatemala es que tienen compradas a las autoridades”.

“Los bosques que quedan son muy poquitos, no alcanzan para purificar el aire”, sostiene otro campesino. “El último aguacero, el agua cayó negra. Yo tuve que tirar medio balde”. Y la lluvia que escasea. Y la tierra que muere: “Están matando a la tierra. Esa raíz es como un petate que no deja salir nada encima de ella”, lamentan.

Un estudio realizado en el Valle de Polochic por la investigadora Sara Mingorria, del ICTA (Universidad Autónoma de Barcelona), respalda esta teoría y apunta a que una de las consecuencias del monocultivo palmero es que, por la gran cantidad de nutrientes que demanda, elimina la capa orgánica del suelo y provoca infertilidad. Mingorria demostró que se requieren 25 años para lograr que la zona en la que se plantó palma aceitera vuelva a ser fértil, pues “el suelo queda tan debilitado que, por más que se abone, los componentes se pierden y desaparecen”. La investigadora añade que estas plantaciones suelen denominarse “desiertos verdes” porque “este tipo de árbol no permite que se forme vegetación a su alrededor”.

Así sintetizan sus temores los campesinos de El Mangal: “Después de 25 años de palma, esas tierras no van a valer para nada”. Ellos luchan para que no sea así, pero saben que nunca el Estado guatemalteco escuchó sus reclamos: necesitan apoyo internacional. Y, tal vez, ese apoyo no vendrá de la estatalidad, sino de la movilización ciudadana, de las mujeres y hombres que comienzan a entender el nexo indisoluble entre los estilos de vida opulentos y consumistas del Norte global y el despojo de los campesinos de los países productores de materias primas.

 

BIBLIOGRAFÍA

Alonso Fradejas, A., F. Alonzo y J. Dürr (2008) Caña de azúcar y palma africana: combustibles para un nuevo ciclo de acumulación y dominio en Guatemala, IDEAR.
CEIBA – Amigos de la Tierra Guatemala (2016) “Situación del agua en Guatemala”, en Informe del Agua en América Latina y el Caribe, Amigos de la Tierra.
Naciones Unidas (2016) Informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre las actividades de su Oficina de Guatemala.
VV. AA. (2015) Situación de derechos humanos de los pueblos indígenas en el contexto de las actividades de agroindustria de palma aceitera en Guatemala.
Zepeda, Ricardo (2016) Dinámicas agrarias y agendas de desarrollo en el Valle del Polochic. Guatemala, Comité de Unidad Campesina.