La nueva ola feminista que viene desde el Sur: irrupción, memoria y esperanza
Ante la pasividad, desorientación e inmovilismo de las élites políticas tradicionales, eran las Mulheres Unidas Contra Bolsonaro quienes se ponían al frente de las manifestaciones y lideraban la defensa de los derechos humanos y las conquistas sociales. Conseguían, así, remecer a la sociedad brasileña y enviar un mensaje de advertencia al mundo entero frente al peligroso avance y fortalecimiento del neofascismo.
La imagen de las mujeres apoderándose de las calles también se había hecho visible meses antes en Argentina y Chile. Entre junio y agosto las redes sociales se inundaron de pañuelos verdes en apoyo a las mujeres argentinas que salieron a la calle para exigir su derecho al aborto legal, seguro y gratuito. Las manifestaciones de solidaridad, que se sucedieron en distintas ciudades del mundo, y el emotivo mensaje de apoyo de las milicianas de las Unidades de Autodefensas Femeninas Kurdas (YPJ) ponían de relieve, una vez más, la enorme capacidad de los feminismos del Sur para romper fronteras y construir alianzas internacionalistas frente al patriarcado.
La histórica vigilia que congregó a más de un millón de personas en las puertas del Congreso Argentino, mientras se debatía la ley de interrupción voluntaria del embarazo, fue la expresión culmine de la fuerza de un movimiento que había ido en aumento con el paso del tiempo. Las feministas argentinas recuerdan que en 1986 cerca de 1.000 mujeres acudieron al primer Encuentro Nacional de Mujeres; mientras que el último, realizado en Trelew-Patagonia, congregó a más de 65.000. Sin duda, el movimiento feminista está en auge, pero tras él hay una genealogía de mujeres y décadas de luchas. Porque en Argentina, es imposible entender el poderío actual del activismo sin regresar a las grandes movilizaciones del año 2015, que tras la consigna “Ni Una Menos” exigían el fin de la violencia de género y los feminicidios; o sin recordar a ese grupo de madres que en 1977, en plena dictadura militar, se ataron un pañuelo blanco en la cabeza y acudieron a la Plaza de Mayo para reclamar la aparición con vida de sus hijos/as desaparecidos/as.
Un poco antes de las movilizaciones argentinas, en el mes de mayo, era la imagen de un grupo de mujeres chilenas danzando encapuchadas y con los pechos al descubierto la que daba la vuelta al mundo. Era la expresión más llamativa de una masiva manifestación callejera contra la violencia sexual y de decenas de acciones que mantenían paralizados centros educativos y facultades de diversas universidades del país. Las protestas habían comenzado en el mes de abril en la universidad Austral después de una denuncia de acoso sexual, que se sumaba a decenas de casos similares, en otras universidades, que permanecían en total impunidad. Y se agudizaron, tras la violación y asesinato de una niña de 2 años y la violación múltiple de una joven por parte de un grupo de hinchas de un popular equipo de fútbol, en un caso que se conoció como “la manada chilena”.
“Nos matan, nos violan y nadie hace nada” gritaban las chilenas en las calles, al mismo tiempo que en las asambleas estudiaban y debatían sobre feminismo. De esta manera, y en un hecho sin precedentes, el “mayo feminista” chileno lograba romper el cerco moral y el silencio cómplice de las élites conservadoras consiguiendo que la educación no sexista y la violencia sexual se convirtieran en el principal tema de debate mediático, político y académico durante semanas. Además, forzaban a las autoridades universitarias a dejar de encubrir la cultura de la violación obligándolas a comprometerse en la creación de protocolos para sancionar y prevenir el abuso sexual. Una vez más el importantísimo movimiento de estudiantes de Chile, el único actor social que había conseguido remecer las bases del modelo neoliberal chileno desde el retorno de la democracia, hacía tambalear los cimientos del país pero, esta vez, la transformación estaba liderada por mujeres con demandas claramente feministas y anticapitalistas, capaces de interpelar al conjunto de la sociedad. Sin embargo, la efervescencia de las luchas feministas no es lo único que tienen en común estos 3 países. Además de su herencia colonial Argentina, Brasil y Chile, el ABC de América latina, comparten estados desmantelados por las reformas neoliberales, enormes desigualdades en la distribución de los ingresos y una desgarradora historia de dictaduras militares. A lo que, últimamente, se suma el auge de influyentes fundamentalismos religiosos y poderosas campañas de desinformación y manipulación de la verdad al servicio de la extrema derecha. El panorama es desolador porque al igual que en Europa en los tres países existe una creciente incapacidad de las élites políticas y de los actores sociales tradicionales de canalizar la frustración de millones de personas frente a las consecuencias del capitalismo extractivista, interpretar sus demandas y construir alternativas capaces de disputar la hegemonía de los sectores conservadores, cada vez más autoritarios, intolerantes y peligrosos. En este complejo contexto muchas miradas se dirigen hacia el movimiento feminista reconociendo en él una fuerza capaz de disputar el relato hegemónico, tensionar el neoliberalismo, enfrentar el neofascismo y cambiar el escenario político de América latina. Efectivamente, las experiencias de Argentina, Brasil y Chile permiten vislumbrar la irrupción de una nueva y vigorosa ola feminista, nacida en el Sur y capaz de poner en evidencia las estrechas relaciones entre capitalismo, patriarcado y fascismo. Elementos constitutivos de las dictaduras cívico-militares que ya tuvieron que enfrentar las feministas de finales del siglo pasado. Porque esta nueva ola feminista es, también, continuidad de una historia de resistencia, desobediencia y luchas compartidas. Y es fruto del riguroso y arduo trabajo llevado a cabo por activistas y organizaciones feministas, en tiempos donde ser feminista era un estigma y no estaba en absoluto de moda. Quizá por ello, las jóvenes que hoy salen a la calle gritan que son hijas y nietas de aquellas brujas que no pudieron quemar y reconocen, con el gesto político y simbólico de llevar un pañuelo, la memoria histórica feminista.
Las últimas movilizaciones han demostrado una gran capacidad para aglutinar, movilizar y politizar a mujeres y hombres. Se ha roto el silencio frente a las agresiones sexuales gracias a un modelo de acción colectiva exitoso, basado en alianzas transversales e inclusivas entre mujeres de diferentes edades, procedencias, orígenes y clases sociales. La fuerza conseguida es esperanzadora, pero uno de los grandes riesgos que enfrenta el movimiento es que este triunfo mainstream del feminismo y su éxito en redes sociales, termine por simplificar el mensaje y despolitizadar las demandas, transformándolas en objetos de consumo o consignas vacías alejadas de la raíz radical y crítica que las originó, hasta convertirlas en una tecnocracia de género a la usanza del feminismo liberal.
A su favor, el feminismo latinoamericano tiene como sello su conexión con los problemas y necesidades reales de las mujeres y su lejanía con las retóricas posmodernas y esencialistas que abundan en el feminismo eurocéntrico. También se nutre de las experiencias de opresión, racismo e invisibilización que sufren, a diario, las miles de mujeres que han debido migrar a países del norte. Por ello, en línea con el manifiesto: “Un feminismo para el 99%” que firmaron activistas e intelectuales como Angela Davis, Zillah Eisenstein o Nancy Fraser para la Huelga del 8 de Marzo en Estados Unidos, las chilenas Luna Follegati y Daniela López plantean que un feminismo que pretenda constituirse en movimiento social y alternativa al feminismo liberal debe ser de fundamentalmente de clase, popular, antirracista, inclusivo y diverso.
Ello supone asumir enormes desafíos. Por una parte, es necesario ampliar el marco de debate a todas las violencias machistas (física, psíquica, sexual, económica, estructural, social, cultural y/o simbólica) e incorporar otras problemáticas que define la economía feminista como la crisis de los cuidados, la explotación, la precariedad, la subordinación, la división sexual del trabajo o el saqueo de la naturaleza. Y, por otra parte, es preciso contextualizar temas como la violencia sexual y el aborto, en el marco de las dinámicas capitalistas y coloniales que crean las condiciones para existan las opresiones de género, raza, clase y orientación sexual. En esta línea debatir, por ejemplo, sobre las relaciones entre aborto, racismo y clase social en el espacio público puede contribuir a la ruptura de los paradigmas culturales y económicos en los que se sustenta la desigualdad. Todo ello sin perder la pluralidad del movimiento, evitando su fragmentación y sin renunciar a las particularidades de cada contexto.
El escenario actual es peligroso, las narrativas de odio antifeministas que propaga la ultraderecha por el mundo exigen a gritos construir redes internacionalistas, enfrentar las disputas que atomizan el feminismo, expandir la ética de la sororidad y practicar el cuidado. Lo que me hace recordar a Alain Touraine, que hace un par de años en un encuentro organizado por chilenos/as en Barcelona, nos decía refiriéndose al feminismo: “sólo los movimientos sociales radicalmente éticos y democráticos tendrán trascendencia”. Entonces, en tiempos oscuros toca mirar, escuchar, acompañar, aprender de los feminismos del Sur y no perder la esperanza.
Artículo de Judith Muñoz Saavedra. Activista, investigadora y docente chilena
Fotografía de Nico Avelluto