Activistas por la vida en Centroamérica
Centroamérica es una de las regiones más privilegiadas, y duras al mismo tiempo, del planeta. Su ubicación, conectando el Norte y el Sur de Abya Yala –tierra en plena madurez, como llamó el pueblo kuna a América-, entre el Caribe y el Pacífico, surcada por cordilleras y volcanes, bosques y selvas tropicales, sacudida por huracanes y terremotos, convirtió a esta estrecha cintura en un paisaje original rebosante de agua y biodiversidad, además de riquezas minerales.
En lo que hoy son Guatemala y Honduras, se asentaron los pueblos que dieron origen a la civilización maya, una de las más complejas y avanzadas de la antigüedad. Sin embargo estos pueblos vieron bruscamente truncado su devenir hace unos 500 años, con la llegada de los galeones, la pólvora, el caballo, la viruela y la cruz de la colonización española. A partir de entonces se interrumpió el desarrollo endógeno de su economía, sociedad y cultura, y se impuso otro tipo de desarrollo orientado al servicio de las sucesivas potencias coloniales que los parasitaron.
Estas potencias utilizaron también del secuestro de centenares de miles de personas en África para esclavizarlas en minas, plantaciones y servitudes domésticas, cuya descendencia encontramos hoy principalmente en la costa atlántica de la región.
Bajo formas y actores diferentes, y hasta nuestros días, el colonialismo tuvo como finalidad principal la apropiación de esas materias primas que la región ofrecía, y sigue ofreciendo, en abundancia.
Precisamente es a esto a lo que el economista ecuatoriano Alberto Acosta denomina “la maldición de la abundancia”. Actualmente las regiones más ricas en bienes naturales, parecen condenadas a vivir en las sociedades más desiguales y violentas. Y hoy esa maldición tiene un diagnóstico: extractivismo.
Vivimos en un mundo en el que el 1% de la población mundial posee tanto dinero líquido o invertido como el 99% restante. En el que el valor nominal de los derivados financieros supera en mucho más de 10 veces el valor del PIB mundial. Y en el que una gran parte de estas inversiones financieras, demandan la extracción a gran escala de materias primas, para exportarlas en cadenas transnacionales para su transformación industrial en energía y “bienes de consumo”, y, por tanto, en beneficios lucrativos, una gran parte de los cuales acaba cobijado en paraísos fiscales. Al mismo tiempo muchas de estas materias primas son cada vez más escasas, es decir, tienen un horizonte de agotamiento más cercano, lo que acentúa su avidez, en lugar de su protección.
Si en otros tiempos la apropiación de los bienes naturales se hizo mediante un régimen colonial directo, ahora este papel lo cumplen los llamados “tratados de comercio e inversión”, entramados jurídicos que blindan los derechos de los inversores, empresas o grupos transnacionales, por encima del resto de derechos implicados.
Y es que el desarrollo pleno del extractivismo acaba requiriendo modelos políticos coercitivos y autoritarios, sin mecanismos de control, diálogo o compensación. Requiere la eliminación de trabas a su desarrollo, como son las instituciones y leyes que regulan la protección de la naturaleza, las libertades ciudadanas, la vida libre de violencias para las mujeres o el control de la corrupción.
Centroamérica es una de esas regiones del mundo en que la presión de los intereses extractivos sobre los ecosistemas, sobre las comunidades humanas y sobre la gobernabilidad democrática es tan intensa que crea una atmósfera irrespirable.
Tan irrespirable que miles de familias se ven abocadas a un éxodo de alto riesgo: más de 3 millones y medio han logrado sortear los muros de Estados Unidos y 800 mil han solicitado asilo en Europa -a las que se suman otros centenares de miles de rechazadas o invisibilizadas-. Irrespirable especialmente para las mujeres, blanco de todas las formas de violencia patriarcal, con los más altos índices de feminicidios e impunidad en el mundo. Irrespirable para cualquier persona que se empeñe en defender sus derechos, los de su comunidad o los de la naturaleza, como atestiguan las cifras de defensoras criminalizadas, acosadas y asesinadas en la última década.
Pero tendríamos una visión muy parcial de lo que está ocurriendo en Centroamérica si solamente dirigiéramos nuestra mirada hacia estas tendencias destructivas. Como acostumbra a decir el ambientalista mexicano Gustavo Castro, si hay conflicto es porque hay resistencia.
Al mismo tiempo que todo lo anteriormente descrito, hoy, tanto en Honduras como en Guatemala, vemos a cientos de comunidades indígenas y campesinas plantándose en sus territorios frente a poderosos intereses y conseguir en muchos casos protegerlos. Vemos también a las mujeres jugando un papel cualitativamente decisivo en estas resistencias y haciéndose valer frente a todo tipo de hostigamientos patriarcales. Vemos comunidades definiendo sus proyectos de vida, basados tanto en las cosmovisiones ancestrales herederas de sus matrices culturales originarias, como en conceptos y prácticas acuñadas por movimientos sociales de las últimas décadas como la soberanía alimentaria, la agroecología, la economía social, la autogestión territorial o los feminismos. O dando a pie a conceptos mixtos como el del feminismo comunitario.
La vida se expresa a través de estas personas y comunidades diversas que, contra pronóstico, lo arriesgan todo tratando de convertir en oxígeno socialmente respirable la atmósfera tóxica del extractivismo. Tal como dicen, “somos la naturaleza defendiéndose”… Y defendiéndonos a toda la humanidad, habría que añadirles.
En estos tiempos en que en los países industrializados despierta la conciencia sobre la emergencia climática y ecológica, estos rostros y voces que nos llegan desde Centroamérica plantean la necesidad de cuestionar el modelo de crecimiento ilimitado del consumo material como base del bienestar. Su mensaje nos advierte de que, agotando los bienes naturales y la biodiversidad de estos territorios, estamos socavando las mismas bases de nuestra propia supervivencia.
Nos invitan a responder a la cadena transnacional del extractivismo con la cadena internacional de la solidaridad, es decir, de la conciencia de que en este mundo social y ecológicamente interconectado, cada agresión a una persona defensora, cada extinción de una nueva especie, cada hectárea de bosque incendiado, cada río secuestrado, sea donde sea, nos afecta cada vez más directamente.
Proteger a las comunidades que defienden sus territorios y sus culturas es, pues, proteger la cadena global de la vida. Y podemos hacerlo de varias formas, entre ellas:
– Intencionando nuestros hábitos personales y familiares, para disminuir el consumo, apostando por los circuitos de cercanía y el reciclaje, evitando alimentar las cadenas transnacionales del extractivismo y las vulneraciones de derechos.
– Exigiendo a nuestros gobiernos que promuevan mecanismos internacionales vinculantes de defensa de los derechos humanos y de la naturaleza, frente a la impunidad con que demasiadas inversiones transnacionales evaden hoy sus responsabilidades.
– Abriendo nuestros ojos a los rostros y nombres de las personas y comunidades que están siendo amenazadas por defender sus territorios. Acercándolas, para hacerles presente nuestra compañía. Con acciones de presión para que las instituciones nacionales e internacionales no se desentiendan de la obligación de proteger la vida por encima de todo. Rechazando el acoso, el uso de la violencia y el asesinato como recursos válidos en la inversión empresarial.
– Apoyando en nuestro país los derechos de las personas inmigrantes-refugiadas, que han tenido que huir de la violencia y la destrucción de condiciones de vida digna, frente a las leyes y prejuicios xenófobos y racistas.
Es por esa contribución que queremos agradecer en primer lugar al fotoperiodista y amigo Gervasio Sánchez que haya puesto su ojo y su cámara, su profesionalidad solidaria y su tan solicitado tiempo a disposición de este proyecto de “Activistas por la Vida”, que, articulado en torno a una exposición fotográfica, despliega una serie de formatos audiovisuales, comunicativos y didácticos para tender un puente de solidaridad con las personas defensoras y sus comunidades. Y, por supuesto, a todas las personas protagonistas de esta historia, a las que aparecen y a las que han preferido no aparecer, a las queridas organizaciones y comunidades de Guatemala y Honduras que nos han brindado su confianza y su colaboración para que este proyecto fuera posible. Al Institut de Drets Humans de Catalunya que nos acompaña en el proyecto. Y a la Agència Catalana de Cooperació al Desenvolupament que creyó y apostó desde el primer momento por esta propuesta.
Ahora la continuidad de esta historia está también en tus manos.
Àlex Guillamón. Entrepobles