Los viejos y nuevos rumbos de la solidaridad

Raúl Zibechi

La lucha del pueblo saharaui y la revolución sandinista fueron el silbato de salida del movimiento de solidaridad, en una transición achatada por los Pactos de la Moncloa, que sellaron la posibilidad de una ruptura con el pasado franquista.

En mi memoria, que no es demasiado fiable, hubo una empatía entre las decenas de comités que se formaron en las ciudades en apoyo al sandinismo y luego a los procesos populares en El Salvador y Guatemala, con el movimiento anti-OTAN que se desplegó desde mediados de la década de los 80, con inusitada fuerza de movilización y amplia capacidad organizativa.

La solidaridad con el sandinismo jugó un papel importante. Se trataba de una fuerza que transpiraba frescura y dinamismo, cuando los socialismos reales del Este mostraban signos inequívocos de atrofia y decadencia. La aparición de comandantes relativamente jóvenes y de una buena camada de comandantas que sintonizaron con la primera generación de feministas en el pos franquismo, levantó los alicaídos ánimos de muchos militantes descorazonados con los rumbos que tomaba la política institucional y parlamentaria.

Para quienes vivíamos los primeros años del exilio, fue una bocanada de esperanza que nos hizo sintonizar con banderas, himnos y nombres que hasta ese momento nos sonaban casi extrañas. En resumidas cuentas, entre fines de los 70 y comienzos de los 80 germinó un amplio movimiento de solidaridad con América Latina, que se expresó de múltiples modos, pero que tuvo en el viaje hasta tierras centroamericanos su expresión más noble, muestra de un compromiso notable.

La matanza en la embajada española en Guatemala el 31 de enero de 1980, cuando la policía invadió el local y asesinó a 37 personas incendiándolas con fósforo blanco, en su inmensa mayoría campesinos quiché, fue un parteaguas que enseñó al activismo solidario los riesgos de ese compromiso, pero también la urgencia de cualquier forma de ayuda.

La actividad solidaria crecía a puro pulmón. Intensa y desordenada, como suelen serlo siempre los impulsos más o menos espontáneos y vitales. Mientras la actividad estaba en alza, nunca nos importó demasiado multiplicar esfuerzos sin medir costos ni tiempos, porque el deseo era tan fuerte que las recompensas estaban más en el hacer, que en su eficacia.

Con el paso de los años, las cosas empezaron a complicarse, en particular cuando fuimos descubriendo que no todo lo que hacían aquellos rebeldes era maravilloso. Uno de esos golpes inauditos, llegó en abril de 1983, cuando nos enteramos del asesinato de la comandante Ana María (Mélida Anaya Montes), de las salvadoreñas Fuerzas Populares de Liberación, en el marco de una pugna ideológica con el mítico comandante Marcial (Salvador Cayetano Carpio). Seis días después Marcial se «suicidó» en Managua, cerrando una serie de episodios confusos y opacos, hasta el día de hoy. No fue el único suceso desmoralizante. Roque Dalton no era un caso aislado.

Descubrir que en las fuerzas revolucionarias centroamericanas anidaban formas de hacer política muy similares al estalinismo, fue un golpe demoledor por inesperado.

Aquellos entusiasmos se fueron apagando, aún cuando florecían los comités anti OTAN en todos los rincones del Estado.

Cuando la derrota del referéndum, en marzo de 1986, la solidaridad internacionalista ya contaba con un puñado de organizaciones que estaban sistematizando el trabajo y formaban lo que se empezaba conocer como ONGs. En ese marco, muy vinculado a los comités de solidaridad con América Latina, nace Entrepueblos.

Más allá de esta historia, en la que muchos no se sentirán reflejados porque es necesariamente subjetiva, me interesa destacar algunos cambios que se están produciendo en ambos continentes y que me parecen sumamente auspiciosos, porque remodelan el concepto mismo de solidaridad o de cooperación.

El primero es que en América Latina los movimientos sociales han mutado, modificando tanto sus formas de acción como sus objetivos. Ya no se trata de tomar el cielo por asalto, sino de asegurar la sobrevivencia.

El modelo económico y social imperante en la región, deja por fuera de los servicios estatales más elementales (salud, educación, vivienda, empleo, seguridad) a una porción de la población que estimamos entre el 30 y el 50%. Argentina es un mal ejemplo, porque de un país integrado pasó bruscamente a un país excluyente y criminalizador de la pobreza.

México es el peor caso, ya que la guerra contra los sectores populares es tan feroz como intratable, ya que descansa en gran medida en la alianza entre sectores del Estado (policía y porciones de las fuerzas armadas) con el narcotráfico. La espeluznante cifra de muertos y desaparecidos y la caída del salario real por debajo de los estándares regionales, coloca a los sectores populares en un callejón cuya única salida aparente, es buscarse la sobrevivencia con sus propios medios.

Por eso tenemos 400 fabricas recuperadas en Argentina, 25 millones de hectáreas en manos de los campesinos sin tierra en Brasil, 12 mil acueductos comunitarios en Colombia y alrededor de 2.500 emprendimientos autogestionados y sustentables en México, por elegir apenas un puñado de ejemplos. La transición a un mundo mejor, está anclada en la infinidad de espacios dedicados a la reproducción de la vida, más que en el acceso a espacios institucionales.

El segundo es que en algunos países de Europa, Grecia, Italia y el Estado Español, han aparecido durante la última crisis un conjunto de iniciativas de base que, creo, sintonizan con lo que estamos haciendo en América Latina. Huertas urbanas, algunas de ellas comunitarias, centros sociales y culturales, espacios públicos recuperados dedicados al ocio y niños y niñas, sitios de intercambio, medios alternativos y hasta un viejo barrio recuperado en Vitoria, arrancado por ahora a la especulación inmobiliaria. Estoy hablando de la territorialización de algunos movimientos en Europa y el Estado Español.

Creo que la mutación de los movimientos en el Sur y la apertura de nuevos espacios de vida en los países mediterráneos, coloca las relaciones en un nuevo lugar. Si desde la década de 1980 el tono lo marcaba la solidaridad, o sea la ayuda de quienes podían darla a quienes la necesitaban, ahora estamos ante la posibilidad de un intercambio de experiencias y saberes.

Me explico. Creo que la solidaridad es una acción muy noble, quizá de las más profundas que los seres humanos podemos construir. Sin embargo, implica una relación asimétrica, aunque en muchas ocasiones busca evitar la caridad para contribuir al empoderamiento mutuo. Creo que ahora estamos en condiciones de subir un escalón: los emprendimientos que veo florecer en ambas orillas pueden ser la base de un nuevo tipo de relaciones. Cuando me he acercado a las huertas urbanas y a otros espacios, en Madrid o el País Valenciá, me descubro preguntando y aprendiendo, más que explicando lo que hacemos allá; y eso me llena de alegría y esperanza.

 

Els vells i nous rumbs de la solidaritat

Raúl Zibechi

La lluita del poble sahrauí i la revolució sandinista van ser el xiulet de sortida del moviment de solidaritat, en una transició aplastada pels Pactes de la Moncloa, que van segellar la possibilitat d’una ruptura amb el passat franquista.

En la meva memòria, que no és massa fiable, va haver-hi una empatia entre les desenes de comitès que es van formar a les ciutats en suport al sandinisme i després als processos populars a El Salvador i Guatemala, amb el moviment anti-OTAN que es va desplegar des de mitjans de la dècada dels 80, amb una força inusitada de mobilització i ampla capacitat organitzativa.

La solidaritat amb el sandinisme va jugar un paper important. Es tractava d’una força que transpirava frescor i dinamisme, quan els socialismes reals de l’Est mostraven signes inequívocs d’atròfia i decadència. L’aparició de comandants relativament joves i d’una bona entrada de comandantes que van sintonitzar amb la primera generació de feministes en el post-franquisme, va aixecar els ànims alacaiguts de molts militants descoratjats amb els rumbs que prenia la política institucional i parlamentària.

Pels qui vam viure els primers anys de l’exili, va ser un cop d’esperança que ens va fer sintonitzar amb banderes, himnes i noms que fins aquell moment ens sonaven gairebé estranys. En resum, entre finals dels 70 i principis dels 80 va germinar un ampli moviment de solidaritat amb Amèrica Llatina, que es va expressar de diverses maneres, però que en el viatge fins a terres centroamericanes va obtenir la seva expressió més noble, mostra d’un compromís notable.

La matança a l’ambaixada espanyola a Guatemala el 31 de gener de 1980, quan la policia va envair el local i va assassinar 37 persones incendiant-les amb fòsfor blanc. La immensa majoria eren camperols quiché. Això va implicar una divisió que va ensenyar l’activisme solidari els riscos d’aquest compromís, però també la urgència de qualsevol forma d’ajuda. La lluita del poble sahrauí i la revolució sandinista van ser el xiulet de sortida del moviment de solidaritat, en una transició aplastada pels Pactes de la Moncloa, que van segellar la possibilitat d’una ruptura amb el passat franquista.

L’activitat solidària creixia a ple pulmó. Intensa i desordenada, com ho solen ser sempre els impulsos més o menys espontanis i vitals. Mentre l’activitat estava en alça, mai ens va importar massa multiplicar esforços sense mesurar costos ni temps, perquè el desig era tan fort que les recompenses estaven més en el fet que en la seva eficàcia.

Amb el pas dels anys, les coses van començar a complicar-se, en particular quan vam anar descobrint que no tot el que feien aquells rebels era meravellós. Un d’aquests cops inaudits va arribar a l’abril de 1983, quan vam assabentar-nos de l’assassinat de la comandant Ana María (Mélida Anaya Montes), de les Forces Populars d’Alliberament d’El Salvador, en el marc d’una pugna ideològica amb el mític comandant Marcial (Salvador Cayetano Carpio). Sis dies després Marcial es «va suïcidar» a Managua, tancant una sèrie d’episodis confusos i opacs, fins al dia d’avui. No va ser l’únic succés desmoralizant. Roque Dalton no era un cas aïllat.

Descobrir que a les forces revolucionàries centroamericanes hi havia formes de fer política molt similars a l’estalinisme, va ser un cop demoledor inesperat.

Aquells entusiasmes es van anar apagant, encara quan florien els comitès anti-OTAN a tots els racons de l’Estat. A la derrota del referèndum, al març de 1986, la solidaritat internacionalista ja comptava amb un grapat d’organitzacions que estaven sistematitzant el treball i formaven el que es començava a conèixer com ONG. En aquest marc, molt vinculat als comitès de solidaritat amb Amèrica Llatina, va néixer Entrepobles.

Més enllà d’aquesta història, on molts no se sentiran reflectits perquè és necessàriament subjectiva, m’interessa destacar alguns canvis que s’estan produint en tots dos continents i que em semblen summament un auspici, perquè remodelen el concepte de solidaritat o de cooperació.

El primer és que a Amèrica Llatina els moviments socials han mutat, modificant tant les seves formes d’acció com els seus objectius. Ja no es tracta d’atacar, sinó d’assegurar la supervivència. El model econòmic i social imperant a la regió deixa fora els serveis estatals més elementals (salut, educació, habitatge, ocupació, seguretat) a una porció de la població estimada entre el 30 i el 50%. Argentina és un mal exemple, perquè de ser un país integrat va passar bruscament a ser un país que excloïa i discriminava la pobresa.

Mèxic és el pitjor cas, ja que la guerra contra els sectors populars és tan feroç com intractable, ja que descansa en gran mesura amb l’aliança entre sectors de l’Estat (policia i porcions de les forces armades) i el narcotràfic. L’esborronadora xifra de morts i desapareguts i la caiguda del salari real per sota dels estàndards regionals col·loca els sectors populars en un carreró on l’única sortida aparent és buscar-se la supervivència amb els seus propis mitjans.

Per això tenim 400 fabriques recuperades a Argentina, 25 milions d’hectàrees en mans dels camperols sense terra a Brasil, 12 mil aqüeductes comunitaris a Colòmbia i al voltant de 2.500 activitats autogestionades i sustentables a Mèxic, per triar amb prou feines un grapat d’exemples. La transició a un món millor està clavada en la infinitat d’espais dedicats a la reproducció de la vida, més que en l’accés a espais institucionals.

El segon és que en alguns països d’Europa, Grècia, Itàlia i l’Estat espanyol han aparegut durant l’última crisi un conjunt d’iniciatives de base que crec que sintonitzen amb el que estem fent a Amèrica Llatina. Hortes urbanes, algunes d’elles comunitàries, centres socials i culturals, espais públics recuperats dedicats a l’oci de nens i nenes, llocs d’intercanvi, mitjans alternatius i fins i tot un vell barri recuperat a Vitòria, arrencat a l’especulació immobiliària. Estic parlant de la territorialització d’alguns moviments a Europa i l’Estat espanyol.

Crec que la mutació dels moviments al Sud i l’obertura de nous espais de vida als països mediterranis col·loca les relacions en un nou lloc. Si des de la dècada de 1980 el to el marcava la solidaritat, o sigui l’ajuda dels qui podien donar-la als qui la necessitaven, ara estem davant la possibilitat d’un intercanvi d’experiències i sabers.

M’explico. Crec que la solidaritat és una acció molt noble, potser de les més profundes que els éssers humans podem construir. No obstant això, implica una relació asimètrica, encara que en moltes ocasions busca evitar la caritat per contribuir a un apoderament mutu. Crec que ara estem en condicions de pujar un esglaó: les activitats que veig florir en ambdues ribes poden ser la base d’un nou tipus de relacions. Quan m’he apropat a les hortes urbanes i a altres espais, a Madrid o el País Valencià, em descobreixo preguntant i aprenent, més aviat que explicant el que fem allà; i això m’omple d’alegria i esperança.